La emperatriz de Roma by Pedro Galvez

La emperatriz de Roma by Pedro Galvez

autor:Pedro Galvez
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Novela Histórica
ISBN: 9788483467350
editor: Debolsillo
publicado: 2011-06-18T22:00:00+00:00


Como no zarpamos hasta dentro de un par de días, nos vamos a dar una vuelta por Pontia. Séneca no ha estado nunca en una isla y quiere que se la enseñe. Todo le interesa. Sobre todo las rocas y la orografía. Hasta la vegetación le entusiasma. Me da entonces un discurso sobre piedras y volcanes.

Cuando alcanzamos la punta norte y nos quedamos contemplando el pequeño islote que se alza no muy lejos de la isla, Séneca me dice entusiasmado:

—¿Sabes que este sería el lugar ideal para escribir una tragedia? Este sitio me inspira. Muchos creen que fue aquí donde las sirenas atraían a los marineros con sus dulces cánticos y los hacían encallar. Por estas aguas pasaría Odiseo amarrado al palo mayor.

»Otros, como mi paisano Pomponio Mela, creen que fue en esta isla donde Homero situó la morada de la bruja Circe. Aquí vendría a parar Odiseo y vería a su tripulación convertida en una piara de cerdos.

»Quizás seas tú la sirena que me ha hecho venir a esta isla encantada y ahora has recobrado tu auténtica forma, la de la Circe hechicera, y pienses retenerme con tus encantos.

Esa noche volví a acostarme con Séneca. Pero le advertí, cuando estaba encima de mí:

—Mi querido Lucio, te pido por favor que esta vez no dejes de pensar en tu sacerdote egipcio.

Al día siguiente, cuando atravesábamos por la mañana el túnel que conduce a la playa del Claro de Luna, Séneca se detuvo de repente, se puso delante de mí, me sujetó por los hombros, me miró fijamente y me espetó de buenas a primeras:

—¿Qué quisiste decir anoche cuando me advertiste que no echase en saco roto las enseñanzas del sacerdote egipcio?

—Nada más que lo que dije —le respondí—. Cuando tuve a Lucio me juré no volver a quedar embarazada. Desde entonces siempre tomo medidas cuando hago el amor. Contigo sé que no hacen falta preservativos. Pero quería recordártelo, por mera precaución. Eso es todo. No le des más vueltas.

Séneca sigue con su vista clavada en mis ojos y no solo no me suelta, sino que me aprieta aún más los hombros. Me siento incómoda.

—¿No me estabas confesando acaso que en aquella ocasión te quedaste embarazada? ¡Dime la verdad!

—¡Me haces daño! —le grito, soltándome con brusquedad—. Apenas nos ha dado el sol, ¿y ya tienes una insolación? ¡Deja de desvariar!

—No desvarío. Sumo dos y dos y me dan cuatro.

—¿Te imaginas que eres el padre de mi hijo? ¿Es eso lo que imaginas? Pues puedo sacarte de dudas: ¡no, no lo eres!

Lo miro de arriba abajo, simulando desprecio. Como soy mucho más alta que él, sé que le intimido físicamente. Me envalentono y le digo con rabia:

—¡No sé qué te has creído! Si fueses su padre, ya te lo habría dicho. ¡Me ofendes!

—Discúlpame —me dice Séneca, bajando la mirada—. Interpreté mal tus palabras. Quizás sea el deseo de recuperar al hijo perdido. De vivir ahora, mi pequeño Lucio tendría la misma edad que Lucio.

De repente siento una punzada de celos y me entran ganas de gritarle: «¡Eso significa que los engendraste al mismo tiempo!».



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